viernes, 3 de septiembre de 2010

La llorica de la semana

Periódicamente, el diario El País, saca entrevistas a personas que cuentan como les afecta la crisis. Esta semana el testimonio es el siguiente: "Eva Pedroche, 29 años, gana 600 euros. Paga 450 euros de hipoteca"

Buena entradilla que nos dice mucho, sigamos:

"Es un piso céntrico, de 75 metros útiles, con tres habitaciones. Eva Pedroche (29 años) lo compró hace diez años, cuando tenía 18. "Ahora sería imposible. Entonces los pisos eran mucho más baratos", dice esta alicantina . "Entonces trabajaba en una tienda de ropa y aunque no tenía nómina con el aval de mi madre el banco me dio una hipoteca por el 100% del valor del piso. Algo que en estos momentos sería impensable"."

Analicemos bien los conceptos:

- 18 años.
- Sin nómina (trabajando en negro).
- Aval de la madre.
- Hipoteca del 100% (no tenía nada ahorrado).

¿Y le echa la culpa a la crisis de tener que compartir piso? No, la culpa es de los tres: Del banco por conceder una hipoteca sin una nómina fija. De la madre por avalar eso al 100%. Y de la hija, por meterse en una hipoteca sin ahorros y sin trabajo estable (y cotizando). De los tres.

A llorar a otra parte. Suerte ha tenido de no quedarse sin trabajo con el euríbor al máximo.

El artículo entero: http://www.elpais.com/articulo/economia/Estoy/harta/compartir/piso/queda/elpepueco/20100902elpepueco_14/Tes

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Lengua Impuesta (Xavier Sala i Martín)

¿Se han preguntado por qué casi todo el mundo siente simpatía por la causa Tibetana y antipatía por la Israelí? ¿O por qué la gente se preocupa de la posible extinción de ballenas, delfines u osos polares y no le preocupa la más mínimo la situación de los cocobacilos, los escarabajos cucujiformes o las mantis religiosas. Y es que en el mundo hay dos tipos de causas: las simpáticas y las antipáticas. Las que caen bien y las que caen mal. No sé exactamente qué determina que una causa caiga bien y otra no. Lo que sí sé es que las que caen bien reciben el apoyo económico, político, intelectual, propagandístico y moral de casi todo el mundo. Las causas que no caen bien no reciben el apoyo de nadie.

Estamos llegando a las últimas semanas de mandato del gobierno tripartito de Catalunya. Supongo que el miedo a abandonar la poltrona hace que se esté apresurando a aprobar todo tipo de leyes que dejen claro que por la Generalitat ha pasado un “govern catalanista i d’esquerres”. Entre las últimas ocurrencias está un decreto ley que, según el “Conseller de Innovació, Universitats i Empresa”, Josep Huguet, obligará a “los nuevos profesores o los profesores existentes que quieran promocionar a nuevas plazas a acreditar el nivel C de catalán”.

Vaya por delante que yo llevo enseñando medio trimestre al año en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona desde 1993, que siempre he dado las clases de carrera en catalán, que amo a mi país, Catalunya, y que pienso que mi lengua, el catalán, está en situación de extrema precariedad porque la enorme inmigración que ha llegado desde España y América Latina en los últimos 50 años ha hecho que una parte importante de la población se niegue a hablar en catalán. Dicho esto, pienso que si la Generalitat finalmente aprueba ese decreto ley, cometerá un gravísimo error que perjudicará a la universidad catalana y a la sociedad en su conjunto.

Hay al menos tres razones que me llevan a pensar que la medida es terrible. La primera está relacionada con la filosofía general de los políticos de izquierda: convencidos ellos de que saben mejor que los ciudadanos lo que nos conviene y lo que no, se dedican a regular todas nuestras actividades: desde lo que comemos (que, parece ser, ahora tiene que ser orgánico, sostenible y cuidadoso con el medio ambiente), hasta donde viajamos (y, sobre todo, la velocidad a la que lo hacemos), pasando por lo que reciclamos, lo que ganamos o la lengua que hablamos. ¿Qué pasa cuando uno no hace lo que se le dicta desde el gobierno? Pues se le castiga, se le multa, se le sanciona o, en el caso de los profesores, supongo que se les impedirá ejercer la docencia universitaria. Este coartar sistemáticamente la libertad individual es una razón importante para oponerse a una nueva imposición por parte del govern.

Segundo, parece que Josep Huguet (que, insisto, es “conseller d’universitats”) no entiende el papel de la universidad en la sociedad. La universidad no es el sitio donde los ciudadanos de un país aprenden su lengua. Eso se hace en los colegios de primaria y secundaria. Pienso que es muy importante que todos los ciudadanos reciban educación y aprendan la lengua del país en el que viven. Es bueno que el sistema educativo enseñe el inglés en Inglaterra o Estados Unidos, el francés en Francia, el sueco en Suecia y el catalán en Catalunya. El conocimiento de la lengua facilita la integración de los foráneos y evita que los guetos que segregan a inmigrantes de autóctonos se perpetúen de generación en generación. Ese aspecto de la educación ha sido muy beneficioso para la convivencia en Catalunya. Hasta aquí no hay problema. El problema aparece cuando uno no entiende que el papel de la universidad en la sociedad no es la de enseñar a los ciudadanos a hablar, leer y escribir. La universidad es donde se hace la ciencia y donde se enseña la ciencia. En una sociedad moderna que debe aspirar a ser líder en biomedicina, telecomunicaciones, leyes, economía, administración de empresas o informática tiene que haber universidades de primera división. Para ello, uno debe aspirar a tener a los mejores investigadores y profesores del mundo del mismo modo que para aspirar a tener el mejor equipo de fútbol, uno debe aspirar a tener los mejores jugadores. Y si esos investigadores, profesores o jugadores de fútbol son catalanes, muy bien. Pero si son argentinos, brasileños, norteamericanos, japoneses o de Fuentealbilla, también deben ser invitados a venir. Imponer exámenes de lengua catalana a los profesores de la universidad (o a los futbolistas), cuando la lengua universal de la ciencia y la educación superior es el inglés, es una barrera tan absurda y contraproducente como lo sería el obligar a cualquier jugador del Barça a hacer un examen de química orgánica.

La tercera razón por la que pienso que la medida de Huguet es una terrible equivocación es que imponer exámenes de catalán no sólo añade barreras al talento internacional sino que, además, da una imagen de intransigencia y provincianismo. Lo que nos devuelve al fenómeno de las causas simpáticas y antipáticas. La opinión pública mundial va a dar apoyo a la causa catalana si y sólo si esta causa cae bien. Y el no dejar contratar a profesores de prestigio porque no hablan catalán (o el multar a comercios que no rotulan bien o a cines que no ponen X% de sus películas en la lengua que dicta el gobierno), seguro que no contribuye a levantar simpatías en el mundo. Pienso que se debe fomentar nuestra lengua a través del corazón y no de la imposición. El catalán tiene que ser una lengua de prestigio que todos los ciudadanos quieran hablar voluntariamente y no porque teman una multa. En este sentido, la historia de la radio es un ejemplo de cómo se deben hacer las cosas: cuando murió Franco, todas las radios se hacían en castellano. De repente, algunas radios públicas empezaron a utilizar el catalán ¡Quién no recuerda al Mestre Puyal sorprendiéndonos a todos con vocablos futbolísticos que nunca antes habíamos escuchado! La radio catalana se hizo tan atractiva que las empresas privadas siguieron el camino de las públicas hasta el punto que, en la actualidad, una radio privada totalmente en catalán es líder de audiencia. Sin coerciones. Sin obligaciones. Sin multas. La gente escucha la radio en catalán porqué la oferta es atractiva y porqué quiere.

Los castigos y las imposiciones generan anticuerpos y antipatías y acaban teniendo el resultado opuesto al deseado: si es obligatorio, uno pasará el examen… pero nunca hablará, escribirá o escuchará la radio en la lengua impuesta.


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Se publicará esta semana en La Vanguardia, ahora está aquí: http://www.facebook.com/notes/xavier-sala-martin/la-lengua-impuesta/436253561344